Denise Maerker
Atando cabos
02 de marzo de 2009
Volverse rico
No hay argumento que valga. Nadie puede justificar lo que ganan hoy los ministros de la Suprema Corte, ni lo que se adjudican algunos presidentes municipales y gobernadores.
Nadie les pide que ganen una miseria, no, deben ganar bien, suficiente para tener una vida digna y sin preocupaciones económicas. No se trata de regresar a las épocas en que para ocuparse de los asuntos públicos había que ser un rentista con tiempo libre. A la Cámara de Diputados y al Senado tienen que poder llegar mexicanos de todos los estratos sociales y por eso hay que pagarles y pagarles bien.
Pero no hay justificación que valga para que esos sueldos se conviertan en auténticos botines, en una nueva forma de corrupción sancionada por la ley y exhibida de forma “transparente”.
—Es para evitar la corrupción —dicen unos. ¿De verdad nuestros ministros tienen que ser los mejor pagados del mundo para que no sucumban ante las “presiones” de los intereses particulares? Si el comportamiento ético dependiera sólo de ese factor, no nos alcanzaría el dinero.
—El Estado debe poder contar y contratar a los mejores —sí, pero en ciertas áreas no puede competir con el mercado. ¿Vamos a pagarles a los especialistas en finanzas lo que ganaban manejando fondos en Nueva York? No se puede. Además, la función pública remunera de otras muchas maneras: con prestigio, poder y con la gratificación de incidir en el rumbo de la sociedad. No es poca cosa. Este argumento además sólo se aplica a unos cuantos casos. ¿De verdad nuestros presidentes municipales tendrían en el mercado laboral ofertas económicas remotamente cercanas a lo que se pagan? ¿Quién se está peleando a los consejeros electorales o a los ministros?
—“Por la complejidad, diversidad y pluralidad que conllevan las funciones que tienen encomendadas” —se lee en el texto que pretendía justificar el aumento que pedían los consejeros. La verdad, a eso, es mejor ni responder.
Desde luego en esto no hay nada nuevo; en el priato, todos lo sabemos, no había políticos ni funcionarios pobres. La diferencia, no es poca cosa, está en las cantidades que se repartían y que ahora lo hacen a la vista de todos. La transparencia no es justificación válida, como pretenden algunos, y la ley tampoco. Hay que cambiarla.
Volverse rico no puede ser el principal incentivo para entrar a la política o aspirar a los más altos cargos del Estado. Hablamos de dinero público en una sociedad insultantemente desigual. Seguir permitiendo que los funcionarios se lo repartan tan “generosamente” los corrompe a ellos, pervierte al sistema y desprestigia a la democracia.
Nota tomada de el periódico El Universal, México, 2 de marzo de 2009.